COMADREUSA
Wednesday, October 9, 2024
Halloween a la criolla: un cuento cubano
Antes de que nos mudáramos a Estados Unidos, mis padres intentaron establecer la tradición de Halloween en nuestro barrio habanero. Recuerdo que nos llevaron en grupo de niños a tocar puertas y pedir golosinas, y había que explicar a los confundidos vecinos de qué se trataba. Entonces, nos daban barras de dulce de guayaba y puñados de kilos (centavos) prietos. Recuerdo que por aquel entonces, alguien compuso una guaracha
dedicada a Halloween. Ya comenzaba la fecha (10/31) a figurar en el Calendario Nacional de Parrandas Oficiales (invento mío), cuando llegó la Revolución y acabó con todo lo que oliera a propaganda Yanqui. Eliminaron Halloween, pero nos dejaron a los fantasmas-- siempre que fueran fantasmas CUBANOS, claro, o al menos importados de Latinoamérica. Nada de Jinetes Sin Cabeza en el Valle Hudson. No sé por qué en Cuba, tantos cuentos de fantasmas--al menos, los que conozco--tienen lugar en el campo. Difícil comprender como esos paisajes soleados y verdes, bordados de lomas y palmeras, esos cielos tan azules, pudieran inspirar temor a nadie-- y es que de noche, el ambiente cambia y se vuelve más bien tétrico. ¿Será la falta de luz eléctrica? El caso es que nadie quiere que le agarre la noche dando tumbos en la oscuridad de los bosques y quizàs toparse con el fantasma cuyos chiflidos presagian muerte,o con la que llora a gritos por los hijos que mató, o con La Luz de Yara, alma en pena del Cacique Hatuey que flota por los campos de Guantànamo. Nadie quiere anochecer atravesando
a caballo una llanura donde la luna lo perfila todo en plateado y negro y no se escucha màs que el silbido lúgubre del sijú (buho nativo). Nunca me encontré en semejantes circunstancias; mi familia sólo salía de la Habana para visitar a mis abuelos maternos en la provincia contigua de Pinar del Río. Entre las promesas que mi padre no cumplió fue la de llevarnos algún día de paseo por toda Cuba --partimos para Miami antes de que eso pudiera ocurrir. Debí conformarme con las historias que mi hermano mayor traía de sus excursiones escolares a las provincias, cuando los estudiantes acampaban
en centrales (haciendas azucareras) abandonados. Mi hermano tejía cuentos de murciélagos revoloteando entre los tinajones,cuentos de campanas que tañían a media noche en ausencia de un ser humano que las hiciera sonar, cuentos de sombras extrañas en la oscuridad. Pero el cuento campestre que más me impresionó fue uno que hacía mi padre, de cuando aún era soltero y visitaba la finca de unos amigos. Alguna noche calurosa
salieron a cabalgar en grupo, a modo de paseo y para tomar el fresco.
Ya se habían alejado de la casa por varias millas cuando a lo lejos divisaron un bohío (vivienda campesina) todo iluminado y hacia allá los impulsó la curiosidad. A medida que se acercaban, podían escuchar los acordes de un guateque (fiesta campesina) en progreso. No anunciaron su llegada para no interrumpir la fiesta; más bien, se limitaron a mirar por las ventanas. Era una boda. Adentro, músicos con maracas, guitarra y un tres (guitarra de tres cuerdas dobles) animaban el ambiente. Los hombres lucían guayaberas blancas; las mujeres, vestidos de algodón a colorines.
Todos bailaban. "Las guajiras sin compañero bailaban con otras guajiras", contaba mi padre, a quien por algún motivo le hizo mucha gracia ese detalle. Al centro de la estancia se veía una mesa larga, cargada de manjares típicos: yuca con mojo, tostones, arroz congrí --y un enorme lechón (puerco) que sin duda habían asado al aire libre por el día. Se acercaba la media noche y tras debatir si entrar a la fiesta,o no, el grupo de jinetes optó por marcharse.
Al día siguiente contaron su aventura al dueño de la finca, quien pareció sorprenderse y les informó que por allí no había otra vivienda en millas a la redonda-- y que el bonío en cuestión estaba abandonado desde hacía muchos años ya. Incrédulos, reiteraron lo que habían visto,
y el hombre ofreció acompañarlos al mismo lugar, para demostrar que era él quien tenía razón. Todos se encaminaron, ahora de día, hacia el bohío en controversia. Al llegar, vieron, no la alegre vivienda de la noche anterior, sino una casucha despintada, con puertas y ventanas tapiadas por tablas de madera. Un bohío abandonado por largo tiempo, al parecer. Para mí lo extraordinario de este cuento es que lo narraba mi padre, un hombre serio e incapaz de recurrir a la charlatanería para entretener a nadie. Y que lo
hacía en una voz normal y serena, cual si estuviera describiendo un día de lluvia, y no una noche de fantasmas.
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